Empezaré este breve artículo contando una historia algo trágica, pero real, que sucedió años atrás. Al final, se entenderá porque la incluyo...

La Panacea que llevamos en nuestro interior




Empezaré este breve artículo contando una historia algo trágica, pero real, que sucedió años atrás. Al final, se entenderá porque la incluyo. 

El caso de Katie Masón es un ejemplo muy interesante de analizar. La niña había ido con su madre a una feria junto a sus amiguitos (y la madre de estos) En un momento dado, cuando la madre se aleja con su otro hijo de la niña, escucha a los pocos metros un grito escalofriante. 

Al voltear, observa a la muchedumbre huyendo de una escena donde surge un hombre arrodillado asestando sin parar, una tras otra, apuñaladas a su hijita que permanece en el piso. La sangre fluye a borbotones y mancha el suelo. El hombre parece poseído por demonios y sigue clavando su cuchillo de 20 centímetros en el cuerpo de la pequeña. Con mucho esfuerzo, lo detienen varios hombres que se lanzan encima de él, pero sigue asestando cuchilladas al cuerpo de la niña aun cuando le patean el cráneo. 

El hombre, Peter Carlquist era un paciente psiquiátrico, esquizofrénico y paranoide, de 39 años que ya había tenido intentos semejantes con compañeros de cuarto pero que, por algún motivo estúpido de los psiquiatras que lo evaluaron, luego de unos años, le habían concedido libertad para salir a pasear por las calles. 
 
Nunca se sabrá por qué escogió a Katie en vez de los otros niños. Pero el asesino afirmó una vez que el demonio había salido de la tierra y se le había metido en el cuerpo. Y siendo un "enfermo mental" y ante la vista dantesca del episodio, quizá no estuviera equivocado. Cuando detuvieron al hombre, la madre de la niña, que se había quedado paralizada presenciando el episodio, corrió hasta su lado y la sostuvo en brazos. Los ojos de la pequeña la reconocieron, pero no había miedo ni horror en su mirada sino algo muy distinto: una mirada de liberación. 

Como posteriormente describiría la madre: gracias a que la vio a los ojos, pudo superar un poco mejor la diabólica escena. La niña parecía en paz, sin reflejar otra cosa que una ignota sorpresa pero que, al morir, expresó como una suerte de beneplácita liberación. 
 
En los horrores de la guerra sucede lo mismo: los soldados a punto de morir ignoran el dolor y que la muerte viene y les invade una calma inaudita. Los que estudiaron este fenómeno, lejos de darle una explicación sobrenatural (como esgrimiría la madre de la pequeña) encontraron que el cuerpo puede generar los químicos para mitigar el dolor y el horror de una muerte salvaje. 
 
Como dice un médico especialista, Sherwin B. Nuland , en su libro fabuloso Como Morimos
 
“No es inverosímil que el cuerpo humano sepa fabricar esas sustancias morfinoides y liberarlas en el momento de necesidad. De hecho, «el momento de necesidad» puede ser el estímulo que desencadene el proceso. En efecto, tales opiáceos autogenerados existen y se denominan endorfinas.” 
 
Endorfinas = del griego “endon”, que se traduce en “adentro o interior “ y “gennao” que significa “yo engendro y origino”: es decir sustancias o estados que se generan en nuestro interior. Y entonces, sin llegar a lo sobrenatural ni explorar lo místico, pero preguntándome sinceramente la razón que tendría a la evolución natural para desarrollar ese mecanismo que suavice una muerte violenta, la cuestión es ¿por qué le interesaría a la evolución por selección natural darnos esa tranquilidad en la hora final? ¿Acaso no dijeron siempre los biólogos que la evolución no tiene mente detrás?. 

Se mencionó en la literatura científica que los genes son egoístas; pero esto parece contradecir aquello. En el fondo, ¿es a la evolución a la que le interesa nuestro sufrimiento y desarrolla dichos mecanismos para mitigarlos ante la muerte violenta?. 

Por fuera puede parecer grotesco e inhumano, pero en la interioridad de nuestra fisiología hay un cambio que nos serena y nos hace aguardar el final con cierta paz. ¿Por qué sucede? Pero estas preguntas, en apariencia sin respuestas, en verdad tienen solución. Y de nuevo: ¿por qué es capaz de generar el cuerpo opiáceos para sosegar el dolor y el miedo llevando a la persona a una dulce apatía en las puertas de la no existencia ? ¿Qué interés pudo tener para la evolución natural para nuestra supervivencia como especie incluir tales mecanismos para paliar el sufrimiento humano ? 
 
Lo mismo sucede con las neuronas que se desarrollan a mayor cantidad cuando envejecemos, precisamente en zonas de pensamientos profundos (esto es un hecho demostrado científicamente) ¿qué razón podría tener para la evolución volvernos más sabios precisamente cuando el cuerpo se está consumiendo y nos estamos preparando para la partida? Si no hay nada detrás del mecanismo evolutivo, si no existe Hacedor, ¿qué importaría todo esto al organismo biológico que se extingue y a la herramienta que le dio la existencia conocida como selección natural o evolución biológica? La explicación, creo yo, es esta: en el cerebro hay muchas estructuras que pueden generar endorfinas en caso de stress. Por ejemplo, el hipotálamo y la hipófisis. 

En circunstancias normales si la persona no sufre una elevación de stress o presenta una herida de gravedad no se manifiestan las endorfinas, pero en caso de hacerlo suavizan el stress permitiendo una acción o inacción determinada. 

No me cuesta imaginar en el pasado la utilidad de las endorfinas en el hombre primitivo y en la caza, lo que debió, con toda seguridad, obligar a la naturaleza evolutiva a darle un valor primordial en la lucha por la supervivencia y priorizarla en nuestros genes. Porque si el hombre antiguo era herido o sufría terror en una cacería cualquiera, y nada paliaba eso, no habría subsistido la especie humana. ¿Cómo enfrentaría los depredadores que asolaban las oscuras noches primitivas sin esa capacidad de generar mecanismos opiáceos naturales? Lo mismo afrontar largos periplos, caminar heridos, con miedo, etcétera. He ahí la explicación al misterio. 

Ahora bien, para muchos alquimistas , en el interior del ser humano, se encuentra la real y auténtica Panacea o Medicina Universal. Los casos de curaciones espontáneas bebiendo el agua “milagrosa” de Lourdes, haciendo gárgaras con aguarrás, deglutiendo CDS, sólo nos sugieren que el mecanismo de respuesta biológico en el ser humano se puede desencadenar con un placebo (y no que tales sustancias en verdad sirvan para algo), y esto conduce a liberar endorfinas o algún tipo de sustancia que mitigue los efectos devastadores de la enfermedad. Sobre las endorfinas se escribió muchísimo. Lo importante a señalar es que, realmente podría ser la Panacea tan buscada, al menos, la que nos ofrecería una auténtica paz. 

Las endorfinas son sustancias producidas por nuestro cerebro, con una estructura muy similar a la de los opiáceos (morfina, opio, etcétera) pero sin los efectos adversos de estas drogas. Pueden funcionar como potentes analgésicos y estimular los centros de placer creando en nuestra fisiología la manera de contrarrestar el malestar. 

Por eso, pienso yo, las duchas frías me han servido innumerables veces para contratacar principios de gripe, dolores intensos de cabeza, y todo malestar en el que me vi inmerso: incluso un terrible dolor de muelas (tras la ducha, no necesité ni los antibióticos, ni intervención médica, tan efectivas son y lo declararé siempre porque se basa en mi trabajo experimental). Y sí, en efecto, las endorfinas son potentes analgésicos. Está claro que la felicidad es el resultado de una bioquímica del cuerpo humano, pero hasta ahora no se sabía bien que esa bioquímica se puede “activar” a través de ciertos ejercicios. O incluso algunas pócimas que harían que Rocatallada se sintiera satisfecho por “haberlo dicho”. 
 
Un estudio ha revelado que la ingesta de alcohol (la quintaesencia del vino de Rocatallada) produce una liberación de endorfinas. Los participantes reportaron mayores sensaciones de placer al liberarse más endorfinas en el núcleo accumbens. Pero claro, sin excederse. Porque el alcohol tiene su lado oscuro. 

Ahora bien, como hemos visto, el cuerpo produce endorfinas como respuesta a muchas cosas, influyen no solo en lo que respecta a dolores o malestares, sino también en lo que es nuestro apetito, las hormonas sexuales, y el fortalecimiento del sistema inmunitario (por eso podría ser capaz de frenar un resfriado o gripe una ducha helada ). 

Y la realidad es que se producen no solo en el dolor, sino también en el placer: cuando se siente placer se multiplican estas sustancias que, por otro lado, se sabe tienen una vida corta porque ciertas enzimas las eliminan, para mantener el equilibro del cuerpo. Por todo esto, quizá conviene prestar mayor atención a la palabra VITRIOL, como decían los antiguos filósofos. Tal vez lo buscado siempre estuvo con nosotros, solo hay que saber “activarlo”. Y para eso, veamos cómo actúan algunos placebos que, se sabe, ayudan a este cometido, incluido los tóxicos como el Dióxido de cloro. 

El cerebro humano es una CPU. Toda la información, aun incluso la de una enfermedad, necesariamente debe pasar por sus funciones neuronales. Cuando ingresa un invasor, un virus, el cerebro lo detecta a un nivel muy profundo. El símil con una computadora es bastante gráfico. Cuando el antivirus no es capaz de impedir que uno de estos programas invasores se cuele, enseguida afecta la programación del Software que estamos manejando. Según el virus, se afectará uno o dos programas o el sistema operativo completo, llegando incluso a estropear el CPU. El ejecutable malicioso se aloja en la memoria RAM de la computadora, y desde ahí establece sus funciones destructivas. En el caso de los virus humanos, ¿por qué no pensar de forma similar?. Si nos pellizcamos un brazo, el cerebro interpreta esa señal en la epidermis expresando dolor. Si un virus ingresa a nuestro organismo, el cerebro interpreta su intromisión generando los síntomas que tal patógeno expresa. Pero siempre es el cerebro el ejecutor de las señales y la respuesta determinada que da al organismo. Es por eso que el efecto placebo se ha demostrado como una realidad. 

Por eso, gente que toma trementina, petróleo, aguarrás, dióxido de cloro, dice curarse de cánceres o enfermedades incurables. El placebo produce un cambio fisiológico semejante al de un medicamento. "El placebo puede producir una reducción del dolor por endorfinas", dice el experto en el tema, Irving Kirsch. 

Y en efecto, se demostró que son las endorfinas, creadas por el laboratorio humano, las que pueden hacer mitigar muchos síntomas de enfermedades. Ahora bien, si uno examina Internet y la literatura existente hoy día, encontrará que han resurgido del pasado supuestas terapias que se adjudican nada más ni nada menos que la curación de graves e incurables enfermedades que van desde el cáncer hasta el Sida. Terapias tan curiosas como beber agua de mar, trementina, y petróleo. Sí, nada menos que petróleo y aguarrás. 

Para la doctora Jennifer Daniels la clave de los esclavos americanos del siglo pasado para resistir sus enfermedades ha sido beber una cucharadita de aguarrás (aceite de trementina) con un poco de azúcar blanco. El otro ejemplo con el petróleo, ha sido de Paula Ganner, una mujer de 31 años que, tras ser diagnosticada con metástasis y parálisis de colón, desahuciada por los médicos decidió probar con petróleo, y dio auge a este movimiento en 1950. 

Inició tomando una cucharada por día. A los tres días se levantó de la cama. 11 meses después pudo incluso tener familia. Su hijo contrajo la polio, pero se la erradicó con nada menos que una cucharadita de petróleo al día durante ocho días. Publicó sus estudios y las cartas de miles de personas alrededor del mundo que sanaron de enfermedades con el consumo de petróleo. Una mujer con cáncer de páncreas, un hombre con un problema de próstata grave, tumores, etcétera. Todos afirmaban sanar con el petróleo. El petróleo es un destilado de aceite mineral, es un líquido claro, con una mezcla de hidrocarburos. Recomiendan para fines terapéuticos el que hierve a 170°. 

En Nigeria es muy utilizado para paliar desde enfermedades autoinmunes hasta cáncer y enfermedades reumáticas. En 1914 Charles Frye escribió un folleto titulado “El Deterioro de los pulmones y enfermedades afines tratada y curada con petróleo”, donde exponía las "bendiciones" de la terapia con petróleo. 

Lo mismo sucede con el agarrás, y también con el plasma de agua de mar que ahora comercializa un laboratorio en España. Pero profundicemos un poco en la terapia con agua de mar. Las curas con agua de mar están siendo muy difundida hoy día por las redes sociales, pero ¿cuál fue su origen? 

 


El descubrimiento fue de un francés llamado René Quinton (1866-1925) que, siendo autodidacta y no habiendo estudiando jamás algo, se dio cuenta que el agua de mar podía mejorar su salud, cuando percibió cómo viviendo cerca del mar sanaba de una tuberculosis. Entones dedujo toda una serie de teorías sobre el agua de mar y nuestra constitución como seres humanos, donde el 70% de nosotros es agua. 

En 1904 publicó el libro El agua de Mar, medio orgánico donde expuso sus resultados al aplicar inyecciones de su plasma de quinton (preparado con agua de mar) mostrando el antes y después de los infantes tratados con el mismo. 



Y desde luego, si vemos las imágenes, nadie dudaría de probar un poco de este constituyente, porque, ¿qué mal nos puede hacer tomar un poco de agua de mar, donde además del sodio hay un poco de todos los minerales que nos han dado la vida? 
 
A diferencia del aceite de trementina, o peor aun , el petróleo y el controvertido Dióxido de Cloro, al menos las soluciones salinas se saben son clave en la vida. Ahora, que te cure un cáncer... 

El Dióxido de cloro es un biocida, pero solo para potabilizar agua no para matar internamente los virus o microbios, porque su consumo va directo a los tejidos de la piel, no se distribuye cual "bala mágica" directo a los virus que nos infectan, sino que oxida toda materia orgánica a su paso. Al punto que ni llega al torrente sanguíneo, ni al estómago, y destruye todo a su paso en el trayecto hacia el ácido estomacal. 
 
Pero sí, aplicado externamente, puede tal vez mejorar una infección. Lo mismo que el agua oxigenada que nadie pensaría en tomar (bueno, casi nadie, por ahí está el libro La Cura en un Minuto, que aconseja tomarse un poco) 

Ahora bien, enseguida recordé el libro Flash, escrito por un adicto a las drogas, Charles Duchaussois que narraba su periplo por los Himalayas y demás lugares exóticos, siempre cargado con sulfamidas en su bolso por cualquiera herida o enfermedad que pudiera contraer. 



Y en cada pueblo que visitaba se cruzaba con enfermos, afectados de distintas dolencias, con el eje principal de las infecciones por patógenos debido al mal cuidado y la falta de higiene, y los curaba con el polvo de sulfas: un poderoso antibiótico de amplio espectro. 
 
Como eran pueblos alejados de toda civilización, aquel antibiótico constituyó para ellos una auténtica Panacea. Y el rumor se extendió sobre el hombre blanco que curaba a los afligidos. Lo veían a Charles como un curandero, pero solo buscaba un lugar donde inmolarse con drogas. 

Pronto, Charles Duchaussois era aclamado en cada pueblo y su fama lo obligaba a curar a los enfermos con los que se cruzaba, sanándolos de enfermedades realmente complejas pero cuyo origen era las infecciones por patógenos. Y aunque la propia farmacéutica Bayer consideró un elixir curalotodo a las sulfas, pronto quedó en desuso ante los modernos antibióticos. 

Ahora bien, y para concluir, está claro que la fe en ciertas sustancias puede producir la capacidad de autosanación del propio organismo quizá en un intento de autopreservación y activar las endorfinas en nuestro cuerpo, capaces de tener efectos antiinflamatorios asombrosos. Pero esto no debería ser novedad. El personaje de ficción de Jesús de Nazareth, ya lo decía en su novela bíblica: "Tu fe te ha salvado". Con esta simple afirmación les decía a los afligidos y sufrientes de enfermedades, que de pronto se veían curados, que ni él, ni Dios, ni nadie más que la propia persona había obrado el milagro. Probablemente desde tiempos bíblicos el efecto placebo fuera conocido. Y ahora sabemos la clave: endorfinas. Quizá es la panacea que llevamos en nuestro interior sin saberlo.