Una transmutación inquietante y la materia de la Piedra Filosofal





Esta historia está tomada de Vide Johann Wolffgang Drinheims, Tractatus de Medicina Universalis, cap XXIV , p. 78. 
 
Un hombre de bien, nacido en Escocia, llegó a Colonia del Rin acompañado de su sirviente. Este hombre docto, en el que no repuntaron ni la galantería ni la soberbia y que vivió con mesura, no podía sin embargo escuchar ni soportar sin impacientarse cómo gente de escaso talento – desde la ignorancia – despreciaba la alquimia, la humillaba y pronunciaba sobre ella palabras de desprecio. Y por ello, paulatinamente empezó a proclamar, benevolente e intencionadamente, la verdad del arte y a demostrar lo que en realidad es. Y aunque alguna vez pudo haberle pasado desapercibido el peligro, no dejó de evitarlo nunca. 
 
A su llegada a Colonia recaló en la hospedería del Espíritu Santo, a la orilla del caudaloso Rin. Y una vez descansó algunos días, mandó a su sirviente a recorrer las callejuelas de arriba para abajo preguntando si era allí donde vivía aquel que se alimentaba y vivía de destilados, y es que ambos querían tomar cuenta de si en Colonia se encontraban tales sujetos entregados a la alquimia, y que en consecuencia la practicaran. El destilador le recomendó que fuera a ver a Antonia Verdemann, un hombre noble y piadoso, conocido por su entregado esmero. Había que ir a ver a este señor en persona y, tras haber hablado con él, pedirle que les acogiera en su casa a él y a su criado. También había de preguntarle el huésped al anfitrión si acaso en su casa vivía un escocés. 
 
Verdemann, que se convirtió en su anfitrión, le mencionó entonces a un tal maestro Georg, que es como se hacía llamar un barbero de la calle Katzenbach, que llevaba viviendo en la misma casa de Colonia desde hacía cuarenta años. Esta había sido buen amigo de su padre – de ahí que lo conociera desde su juventud – y sobre él se habían quejado muchos, arguyendo que fue un duro rival de los alquimistas, aun cuando él hiciera lo mismo agitando, tribulando y vapuleando a la materia tal cual sólo él sabía. Este Georg los llamaba a todos ellos necios incomprensibles y mentiroso, mas al mismo tiempo les otorgaba los más honoríficos títulos y loas de alabanza, algo que uno no suele hacer cuando alberga tal hostilidad contra alguien. 
 
- Bien está – dijo el huésped – llévame a esa casa, pues si bien he de poder mutarle la piel, sí que quiero cambiarle pronto su pensamiento y su ánimo. 

El noble escocés fue varias veces a ver a su compatriota barbero, a visitarlo, y a hablar con él de medicina y de cirugía, así como de otras curas secretas y remedios. Y finalmente trataron la curación y el remedio para el mal del cáncer que todo devora. El escocés preguntó entonces al barbero si acaso él conocía algún remedio o experimento contra el cáncer, lo que este negó, añadiendo que pocos son los que lo pueden curar, ni siquiera cuando el cáncer se extiende de manera visible tan solo a una parte o miembro del cuerpo. Incluso en este caso, dijo el barbero, la sangre del individuo pierde su pureza y la infecta todo como un eccema. Pero a esto repuso el noble: 

 - Yo tengo un remedio perfecto, del que al paciente tan solo le administro algo menos que el peso de un grano de cebada; lo hago una vez o unas pocas (cuando puedo) y logro así que se expulse de manera completa la enfermedad por el sudor y las deposiciones. Y aun cuando la persona esté con el agua al cuello en un profundo estanque, este ha de sudar en el agua, pues con el sudor del paciente se cura el cáncer o el mal. Este es un sencillo remedio del que antes no se disponía. 
 
En este punto, el barbero se mostró consternado y extremadamente sorprendido, como queriendo hacer una pregunta al respecto. El noble, no obstante, al darse cuenta y empezar a preocuparse por tener que revelarle todo por cortesía y caballerosidad de compatriota, empezó a hablar de nuevo de los remedios ardientes o que queman, conocidos como cáustica o de cauterio. Y entonces le preguntó al barbero si acaso él hacía algo así cauterizando la carne, a lo que el barbero repuso que no, que no solía deshacerse del mal con una cauterización, sino que los males solía tratarlos en unos pocos días con el ardor de las ortigas. Estás, que se comen la carne creando una espesa costra o caparazón en siete u ocho horas, tienen, eso sí, un inconveniente, y es que tardan doce a trece días en supurar. Entonces le preguntó el barbero al escocés si acaso él sabía de un método mejor, a lo que este repuso que sí, que tenía conocimiento de uno, si bien no para comer la piel, sino más bien para retirar la carne hasta los pies en poco tiempo; de este modo, el remedio no alcanza los nervios y cura así la herida, restableciendo la normalidad en apenas treinta horas. 
 
El barbero lo escuchó con gran admiración, si bien le contradijo diciendo que no era posible que un remedio cauterizador no atacase los nervios o las arterias. Y entonces el noble contestó que no necesitaba ni defensa ni protección a tal cura. Pero dado que esto no parecía convencerle, dijo querría demuéstraselo haciéndole llegar dicha medicina cauterizadora. De ello hablaron el noble y el barbero, hasta que el primero le preguntó al segundo si no tendría por casualidad plomo en casa (el escocés creyó que tendría sentido demostrárselo, y que no acertarían sus ojos a ver con su demostración como se pueden mutar los metales, también en buen oro) 

El barbero le trajo pues un poco de plomo, a lo cual el noble le pidió además una cazuela y azufre, rogándole que lo pusiera todo sobre la mesa. 
 
- Vamos a necesitar también fuego – dijo el noble. 

- He hecho fuera fuego con carbón – contestó el barbero – y es bastante fuerte, ya que quería preparar un remedio cociéndolo sobre él. 

Entonces el escocés le preguntó si también tenía un fuelle, a lo que el barbero repuso que sí, si bien el noble dijo que era demasiado pequeño y que necesitarían uno mayor, como los que tienen los orífices. Sin darle más vueltas, pues pensaba que obtendría una buena cauterización, le dijo el barbero al noble: 

 - Vive aquí un orífice, que es amigo mío, al que podemos ir a preguntar. 

Se pusieron entonces los dos en camino hacia el orífice, cargando el barbero con la cazuela, y con el cobre y con el azufre envueltos en un papel para que no se cayera nada. En cuanto llegaron a donde Hans de Kempis, que vivía en la Plaza del Mercado, cerca del Goldener Anker, resultó que el platero de oro no estaba en casa. Esto sin embargo no les impidió acercarse al taller, donde se encontraron al hijo del orífice con cuatro oficiales y un aprendiz. El noble no tardó en preguntar si también tenían hierro, pues quería demostrarles cómo hacer acero del hierro. 

 - ¡Desde luego! – le contestó el mayor de los oficiales – lograrlo sería para nosotros un buen servicio y una buena obra, pues toda la ciudad está preocupada porque hay poco acero, y el que hay es además muy caro. 

Le dieron entonces al noble una antiguas tenazas rotas que, tras trocearlas en tamaños de la longitud de un dedo, puso al fuego en una cazuela con azufre. Entretanto, les explicó a los oficiales y al barbero cómo había que poner la cazuela en la fragua sobre el fuego. Se dirigió entonces a la tienda y trajo consigo en una bolsita un pequeño sobre que contenía un polvo rojizo, menudo y escaso, que dividió en dos partes con la punta de un cuchillo; con el mismo cuchillo cortó luego el papel en dos trozos, de los que uno se lo dio al barbero y el otro al oficial, pidiéndoles que lo arrojaran a la cazuela. 

A continuación, les pidió echar más carbón y agitar el fuego, hacer resoplar los fuelles y avivar todo aquello con ímpetu. Todos, que aguardaban deseosos saber qué saldría de todo aquello, no atinaban sin embargo a descubrir qué es lo que realmente pretendía el escocés. Mientras que el oficial de orífice esperaba obtener metal del hierro, el barbero ansiaba ganar el polvo cauterizador del plomo. Después de haber estado avivando el fuego durante un rato, el noble se acercó para verter el contenido de la cazuela y, nada más hacerlo, el empleado gritó con voz clara: 

 - ¡El hierro se ha vuelto oro! 

- Te equivocas – le respondió el noble – Tan solo es simple acero, has de comprobarlo por ti mismo. 

El oficial cogió entonces el martillo y , golpeando y martilleando aquello según su parecer, lo cogió, lo puso sobre las brasas a arder, lo templó y lo laminó con las manos, y después de todo ello siguió afirmando que aquello era oro puro. A esto había salido ya el aprendiz corriendo a llamar a la mujer del orífice para que también ella, con su testimonio, diera cuenta de tal hecho; al igual que su marido, también ella conocía el método correcto para comprobar el oro y la plata. La mujer del orífice pidió entonces que se pusiera el oro sobre las braseas y se golpeara expandiéndolo sobre la piedra de toque, atendiendo a su coloración tal y como es costumbre. 

Pero hechas todas las comprobaciones pertinentes, tuvieron que reconocer que aquel plomo y hierro de la cazuela se habían convertido en auténtico oro verdadero. Fue acercándose poco a poco todo el vecindario tras los gritos y avisos de los oficiales para que asistieran a tal magnífico espectáculo. Por aquel lot de oro la mujer pidió que le dieran 8 táleros de Colonia, pues aunque hubiera valido más, no se los hubieran dado. Mostrando su expectación por todo aquello y sin saber cómo pudo haber sucedido, el noble se llevó al maestro Georg, al barbero, y juntos salieron de la tienda, si bien afirmando que volvería en una hora. Y así lo hicieron, pero volvieron a irse recorriendo de aquí para allá diferentes calles para que nadie los siguiera. Entones el barbero le dijo: 

 - ¿Esta es la cauterización que quiso mostrarme y que ansié conocer? 

 Y entonces el noble sonrió. 

 
Y esta historia quedaría como una anécdota más de transmutaciones, sin saber con qué materia posiblemente realizó el milagro aquel noble (ya sabemos fue la Piedra Filosofal, pero no con qué la elaboró), si no fuera que de nuevo anduvo paseándose por la región y realizando más demostraciones sin pretenderlas. 




“Sin embargo, seis días antes de la transmutación, el 5 de agosto, habría acudido a la botica de la calle que se llamaba Boven Marpartz, por las imágenes de la puerta o columnas de Marte que en este lugar se erigían, y preguntó allí por lapislázuli al boticario, a quien conocía. Este extrajo uno de un saquito, pero al noble escocés no le terminó de convencer y preguntó al boticario si acaso no tendría otro mejor en su casa. Y este le dijo que, si quería, podía volver al día siguiente y entonces le presentaría uno que sí le convencería. Y el noble aceptó. Antes de salir, sin embargo, empezaron a hablar- no sé bien cómo llegaron a ello – de cómo convertir y ganar plata del lapislázuli mediante el arte alquímico. Y dio la casualidad de que justo entonces se encontraban en la botica otro boticario, llamado Raymundos, un hombre mayor y un eclesiástico. Todos ellos empezaron a reír – en un tono de burla como que se reproduce hoy con la risa del diablo – y dijeron: 

- No hay año que pase en el que no se repita una y otra vez, pero los maestros y los artistas, aquellos que se dedican a la obra, apenas existen ya. 

Y entonces el noble escocés respondió que no todo lo que se había dicho tenía que ser mentira, y que aún en los tiempos actuales se podían encontrar admirables conocedores de la naturaleza capaces de hacer aún cosas mayores. Al atender estas palabras del escocés, todos ellos empezaron a reír e hicieron como si estuvieran escuchando un cuento o un sueño narrado en voz alta. El escocés, mordiéndose la lengua, salió enfurecido de la farmacia y en su hospedaje le contó a su posadero qué le había pasado. Y entretanto, llegó la conclusión de que en la botica demostraría de que iba aquello que él habría de reír en último lugar. 

Se dirigió pues allí el escocés al día siguiente, tal y como había dicho, y una vez tuvo en sus manos el lapislázuli, no sin antes haber intercambiado unas palabras con el boticario, le preguntó a este si quizá también tendría un buen vitrum de antimonio. Le dio uno, pero el escocés pretextó que no había sido preparado según se hace en el arte. Entonces el boticario le pidió disculpas por ello y reconoció que él esas cosas no las hacía ni las pedía, sino que lo había comprado ya así. 

Y entonces le preguntó al escocés si acaso él conocía una mejor manera de prepararlo, a lo cual el escocés afirmó que sí y que con gusto le instruiría en ella, si bien antes tendría que llevarlo a un orífice, ya que se lo mostraría frente a un fuelle. El boticario le hizo caso y lo envió al orífice junto a su hijo, que ya no era imberbe, y este cargó con la estibina. Fueron a ver a un orífice que se llamaba Hans Landorp, que estaba cerca de su casa, frente a la iglesia de san Lorenzo. El orífice vertió él mismo en persona el antimonio en la cazuela, tal cual se lo había entrado el hijo del boticario, y lo puso al fuego. El noble escocés sacó entonces de su bolsillo un sobrecito con un poco de polvo, que dividió en dos partes, y le dio una al orífice que lo arrojó a la cazuela con el antimonio fluido. 
 
En cuanto el antimonio lo absorbió bien, el orífice fue a volcarlo todo sobre la piedra de toque, tal y como es costumbre, pues pensaba extraer de aquí el vitrum – tal y como había creído entender en labios del hijo del boticario – pero el noble escocés le dije que no era necesario que lo hiciera; que no hacía falta que lo vertiera sobre ninguna piedra, sino más bien en un molde. El orífice hizo lo que se le dijo y vio entonces que aquello se había vuelto oro. No fueron pequeños ni el asombro ni la sorpresa de todos los que estaban allí en la casa, en la que se encontraban además del hijo del boticario y del orífice también dos oficiales suyos. 

El orífice no sabía bien qué pasaba ahí, si acaso estaba embrujado o sus ojos lo engañaban, pues no acertaba a creer lo que había hecho y arrojado al fuego, ¿o acaso quería engañarle y burlarse de él el boticario?. Se dirigió entonces al escocés y empezó a hablar con él, pues había percibido que este todavía conservaba la mitad del polvo aquel, y puesto que quería cerciorarse de que aquello era verdad, comentó que le gustaría probarlo una vez más , si pudiera ser. El noble escocés se mostró conforme y le pidió que trajera una cierta cantidad de plomo. El orífice, artero donde los hubiera, arrojó a la cazuela sin embargo, además del plomo, también unos pequeños trozos de estaño: estos, pensó, harían que el oro se rompiera y no ligara, y que tampoco pudiera darse forma ni laminar después. Por lo tanto, si aquello era un engaño, y en realidad lo que estaba arrojando en su recipiente era oro, entonces saldría así el truco a la luz. 
 
El escocés se di cuenta de ello, aunque hizo como si no lo hubiera visto, y extrajo de su bolsillo el sobre con el polvo restante, que era de color más bien rojizo. Y al igual que en la ocasión anterior, se lo dio al orífice y este lo vertió en la cazuela sobre el metal fundido. Y apenas se hizo líquido, de allí salió de nuevo oro, y no era un oro ni quebradizo ni agrio, que es lo que hubiera pretendido el orífice mezclando el plomo con estaño, sino que todas las comprobaciones atestiguaron su valía. Para ello lo probaron con estibina y azufre que, tal y como saben los orífices conocedores, son junto al cemento, las pruebas definitivas para comprobar el oro. 

Tanto el azufre como la estibina habrían disuelto el polvo del material si hubiera sido solo un baño de oro y no una auténtica piedra de la sabiduría. Dicho sea: cuando se pasa el oro por el antimonio, el oro no se separa de él en el molde, sino que se debe poner al fuelle durante un rato para que vuelva a ser limpio y puro. Existe también el oro o la plata de los sofistas, que es cuanto se le da la plata un color dorado y al cobre un color plateado; esto, no obstante, no sucede mediante una proyección, que es como se lama en el arte a la transmutación, sino mediante una preparación con cemento, digestión y otros muchos procesos. 
 
De estas cuatro comprobaciones, el noble escocés recibió según su relato, 12 lost menos de un quinto de oro. Para llevarla a cabo, no obstante, apenas necesitó una tintura algo mayor de lo que pesa un grano de cebada. De verterse 1 lot de esta tintura sobre el metal y en su peso, 1 lot teñiría 2820 lost, lo que dicho en monedas sería 22.560 táleros imperiales. Léase pues de aquí que esta tintura es una solemne y poderosa obra. 
 


La historia es curiosa. Y sobre todo, el interés del noble escocés en la Piedra Azul o Lapislazuli. ¿Por qué tanto interés y por qué dijo que servía para alquimia?. ¿Podría ser nuestra materia oculta?. Una más de las tantísimas que conocemos. ¿Existe algo que así lo indique en el corpus alquímico?. Me temo que no hay datos sobre este mineral. Y sin embargo, en una obra de John Pharamund Rhumelius encontramos una “receta” de cómo utilizarla para un elixir y unos polvos de proyección. Esta es la operativa: 
 
“En el nombre del Señor, toma la Piedra Azul, como la que se encuentra en oriente o en nuestras montañas. Toma tanto de este León Verde como desees; poner la flema en una réplica y destilarla hasta que se levante un humo blanco. Deja que se enfríe y rompe la réplica. A continuación encontrarás el León Rojo que debes pulverizar, poner en la retorta y calentar con un fuego violento en Leche Virgen y vinagre muy afilado. Continuar el fuego durante ocho días y siempre y cuando aparezca el humo blanco. Cuando abras la réplica, encontrarás la Cabeza del Cuervo, en la que hay una Paloma Blanca. Tome esta tierra negra y calcine durante cuatro horas, ya que sea en la reverberación o en el horno de fusión. Luego lávelo 7 veces con agua de lluvia destilada para extraer la Paloma Blanca. Calcinar, disolver y evaporar hasta toda la sal, perfectamente clara y que parece un diamante brillante. De esta Tierra Foliada toma una parte; de la sangre del León Rojo, dos partes, y vierte sobre ella la Leche de la Virgen para disolverlo todo. Ahora filtre la composición y colóquela en un frasco debidamente sellado para digerir lentamente, moderadamente, durante nueve meses, bueno el tiempo suficiente para que todo se coagule en una Piedra roja como sangre. Luego se hace la Piedra Mineral, y es la medicina más preciosa del mundo para el tártaro. La dosis es de 3 a 4 granos en buen vino viejo. Purifica la constitución, alegra el corazón, preserva y vigoriza la humedad radical, hace desaparecer las canas, disipa dolores de cabeza y todo tipo de fiebre y venenos pestilentes, cura la gota, restaura y renueva todo el hombre.

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