Esta visión, vista desde otra perspectiva, nos remonta a lo mismo que ya vimos cuando expliqué la herencia de los orfebres y artesanos egipcios. Pero quizá va un poco más atrás. A la oscuridad de los tiempos.
La primera nociĂłn de alquimia probablemente sea cuando el hombre primitivo conociĂł el fuego.
De pronto, a travĂ©s del frote de algunas materias, era posible fabricar algo extraño: el fuego. Palos frotándose, yesca apropiada, y de pronto tenĂan calor y luz. Era magia. Pura magia para el antiguo.
A medida que pasaron los siglos los avances fueron aumentando, pero el fuego siempre estuvo presente. Lo estuvo cuando se descubriĂł como cierto mineral color azulado podĂa volverse rojo (el cobre), formando más tarde una aleaciĂłn para confeccionar armas: bronce.
El descubrimiento debió ser fortuito: encender una hoguera sobre minerales como el vitriolo de cobre, carbonato de cobre, malaquita, azurita, etcétera y a la mañana, debajo de las cenizas, el metal de tinte cobrizo.
Más tarde, descubrieron el hierro que aleado con carbĂłn vegetal producĂa un material resistente a todo, e incluso superior al cobre: el acero.
Estos hallazgos se caracterizaron por un uso para la milicia porque estaba claro que un ejĂ©rcito abastecido de armas y escudos de acero iba a ser muchĂsimo más superior que uno que lo estuviera a base de cobre o bronce.
La idea de la transmutación de un metal en otro proviene, como se mencionó, de las aleaciones: el cambio de un metal a otro para volverlo más perfecto y más resistente, sea para la guerra o la ornamentación de emperadores o templos.
El primero que llevĂł a cabo “transmutaciones” fue el greco-egipcio conocido como Bolos de Mendes 200 a.C. Eran aleaciones con otros metales, por supuesto, pero estableciĂł el concepto no muy alejado de lo que pretendiĂł Zosimos con sus teñidos en oro utilizando el “agua de azufre” que ya vimos en otra entrada.
Ahora bien, para Heráclito la transmutaciĂłn estaba del todo clara: si habĂa un elemento que era clave en todas las transformaciones en el universo, esta sustancia, para Ă©l, deberĂa ser el Fuego.
Era a travĂ©s del fuego, despuĂ©s de todo, que una materia color azulada, rugosa e imperfecta, se volvĂa otra de color rojo, perfecta, sin rugosidades (el cobre).
Los filĂłsofos que lo precedieron comenzaron a proponer otros elementos como el Agua, el Aire hasta que finalmente AristĂłteles propuso que estuvieran los 4 elementos incluidos ¿Por quĂ© no poner todos y dejarse de peleas entre filĂłsofos a ver quiĂ©n tenĂa la razĂłn?.
Hoy dĂa sabemos que el agua no es un elemento, sino que es la formaciĂłn de dos gases: el HidrĂłgeno y el OxĂgeno. Los experimentos de Cavendish fueron los primeros en demostrarlo en 1783.
Tampoco es el aire un elemento: contiene varios gases. La tierra, muchĂsimo menos: es un compilado de desechos. Pero ¿y el fuego de Heráclito?
Pues bien, el fuego es un conjunto de partĂculas incandescentes capaces de emitir calor y luz visible. Esta es la definiciĂłn que encontramos.
Ahora bien, Geber, el falso árabe, fue el primero en escribir muchos tratados de alquimia. DejĂł escrito y explicado cĂłmo se fabricaba el ácido sulfĂşrico, el ácido nĂtrico y otros descubrimientos más.
Estos ácidos se obtenĂan de minerales; en tanto que los ácidos como el cĂtrico, acĂ©tico de vinagre, etcĂ©tera, provenĂan del mundo vegetal (u orgánico).
El descubrir estos ácidos lo cambiĂł todo: de pronto los metales más recios podĂan fundirse con un lĂquido. Esto empezĂł a germinar ideas sobre disolventes universales y aguas de vida capaces de extraer de los metales su esencia medicinal.
Y de nuevo estaba la competencia: mientras los europeos lograban disolver metales duros con sus ácidos descubiertos, los griegos no podĂan hacer nada con el vinagre que era el ácido más fuerte del que disponĂan.
La alquimia volviĂł a oscurecerse todavĂa más cuando el papa Juan XXII declarĂł anatema en 1317 y los honrados filĂłsofos de la naturaleza tuvieron que ocultarse y volver aĂşn más oscuros sus textos.
Pero un nuevo empujón a la alquimia provino de la mano de dos médicos: Georg Bauer (1494-1555) y el suizo de nombre impronunciable Teophrastus Bombastus von Hohenheim (1493-1591)
Bauer se lo conociĂł como AgrĂcola (que en latĂn significa campesino, lo mismo que en alemán Bahuer).
Estuvo interesado en los fármacos derivados de minerales. Su libro De Re metallica es una compilaciĂłn de los conocimientos básicos de minerĂa de la Ă©poca. AllĂ sentĂł las bases para la mineralogĂa.
Respecto al otro alquimista, se lo conociĂł como Paracelso (1493-1541), que significa mejor que Celso (Celso fue un mĂ©dico romano que escribiĂł mucho sobre medicina). Ya en su autoseudĂłnimo se veĂa la hilacha de la vanidad que siempre caracterizĂł a este hombre que terminarĂa sus dĂas viciado por el alcohol.
Lo que hizo Paracelso, fue desplazar la idea de la crisopeya, esto es, la bĂşsqueda del oro por medios quĂmicos, hacĂa la Medicina: el Elixir.
Él estaba firmemente convencido que el interĂ©s de la alquimia debĂa pasar por la medicina y no por las transmutaciones.
Al hacerlo, y darle notoriedad en el mundillo de la alquimia, lanzó por la borda siglos de búsquedas de la crisopeya que, en realidad, no era otra cosa que el descubrimiento de aleaciones y teñidos de metales.
Ahora bien, en el pasado, la medicina no venĂa a travĂ©s de minerales, sino de las plantas: la extracciĂłn de sus principios activos era la clave segĂşn el corpus árabe. Pero Paracelso estaba seducido con que los minerales escondĂan algo que era mucho mejor que las plantas. Que, si curaba el plomo y lo volvĂa oro, iba a producir lo mismo en el ser humano.
Por lo demás, aceptaba la teorĂa griega de los cuatro elementos (fuego, aire, tierra, agua), y la árabe de los tres (mercurio, azufre y sal) y dijo haber logrado la Piedra Filosofal como forma de Elixir de vida.
AsĂ dijo.
Pero muriĂł, tristemente abandonado, sin cura alguna, en una frĂa cama de un albergue para indigentes, repleto de alcohol en su vientre. AsĂ dicen, pero nunca se sabrá si asĂ fue o lo asesinaron. Me inclino más por lo segundo.
Ahora bien, si hay un autor que sacĂł la oscuridad de los textos antiguos, este fue el alemán Andreas Libau (1540-1616) conocido como Libavius que publicĂł en 1597 el tratado Alquimia, donde resumĂa todos los logros medievales en el arte de la alquimia, y se lo considerĂł siempre como el primer texto claro y de lenguaje simple, sin metáforas crĂpticas, que desvelaba el secreto hasta entonces oculto.
De hecho, en su libro ataca las oscuras teorĂas de los que Ă©l denominĂł “paracelsianos”.
Libavius fue el primero en descifrar y escribir acerca de la preparaciĂłn del Disolvente para el Oro: el Agua Regia, que es la mezcla del ácido clorhĂdrico y el ácido nĂtrico. Era un firmemente convencido de la realidad de la crisopeya y asĂ lo dejĂł declarado.
Posteriormente a este autor, vendrĂa el texto publicado por Johann Tholde atribuido al monje alemán conocido como Basilio ValentĂn y que describe con detalle las preparaciones de una medicina con Antimonio en su El Carro Triunfal del Antimonio.
Más tarde, probando con ácidos, otro quĂmico alemán conocido como Johann Rudolf Glauber (1604-1668) hallĂł en la reacciĂłn del ácido sulfĂşrico sobre la sal comĂşn un residuo que se conociĂł como “la sal de Glauber” y a la que le atribuyĂł todo tipo de propiedades considerándola una Panacea curalotodo.
Le llamĂł la Sal Mirabile, la Sal Maravillosa, y pensĂł podĂa ser el Elixir de la vida tan buscado por los alquimistas.
Hoy se consigue fácilmente en algunas farmacias tradicionales.
Ahora bien, de la mano de Van Helmont se empezĂł a prestar atenciĂłn a que el secreto podrĂa estar en el aire. El mismo cientĂfico obtuvo el aire de la combustiĂłn de la madera, al que llamĂł Chaos – palabra que pronto se propagarĂa por los textos alquĂmicos - y que bautizĂł como “gas silvestre”. O sea, lo que hoy sabemos es diĂłxido de carbono.
Pero sentĂł el precedente. Y la atenciĂłn fue puesta en el aire.
Se sumaron los trabajos de Torricelli que demostrĂł que el aire ejercĂa presiĂłn, y los de Otto Von Guericke (1602-1686) que inventĂł quizá la primera bomba de vacĂo, para demostrar como la presiĂłn del aire en el exterior no igualaba la del interior del recipiente.
Esto, obviamente, excitĂł a un quĂmico IrlandĂ©s conocido como Robert Boyle (1627-1691) desarrollando la conocida como Ley de Boyle.
Más tarde escribiĂł en 1661 El quĂmico escĂ©ptico donde ya a la palabra alquimia se le habĂa mutilado el “al” de los árabes. De ahĂ en más se la conociĂł como quĂmica a esta ciencia.
Pero los trabajos con el aire, resultaron encantadores. Con el aire y , vale decir, con el fuego.
Esto nos lleva a los trabajos de Joseph Black (1728-99) que descubriĂł que el diĂłxido de carbono se puede formar no solo calentando madera como hacĂa Van Helmont (su popular “gas silvestre”) sino tambiĂ©n calentando un mineral.
Además, comprobĂł que los gases no sĂłlo pueden liberarse sino recombinarse con los sĂłlidos de donde salieron para producir cambios quĂmicos.
TambiĂ©n se dio cuenta que, si dejaba el Ăłxido de calcio, por ejemplo, en contacto con el aire, se volvĂa lentamente a carbonato de calcio.
Dedujo asĂ que habĂa diĂłxido de carbono en el aire en pequeñas cantidades, y que el fenĂłmeno que observaba se debĂa a Ă©ste.
Todos estos trabajos se conducirĂan a que más tarde, Lavoisier descubriera el oxĂgeno y todo lo que implica para la vida y las cosas sobre la tierra. Antes, Cavendish descubrirĂa el hidrĂłgeno y Rutherford el nitrĂłgeno.
Cuando entra en escena Antoine Laurent Lavoisier, quĂmico francĂ©s (1743-1794) comienza a derribar las antiguas teorĂas que consideraba inservibles e impedĂan el progreso cientĂfico. Me refiero a la concepciĂłn griega de los elementos, la transmutaciĂłn.
Mucho de ello se debĂa a los textos que pululaban por aquĂ y allá, uno de los cuales fue el de la Cadena Dorada de Homero (que fue publicado en 1723).
La idea base para creer en la transmutaciĂłn de los elementos se basaba en que el agua, si era calentada mucho tiempo, se volvĂa tierra.
Esta teorĂa la probĂł Lavoisier calentando agua durante varios dĂas y viendo cĂłmo se formaba, en el recipiente de cristal, en el fondo, un depĂłsito de tierra.
Pero Lavoisier era metódico y escéptico por naturaleza. Buscaba la verdad y no se conformaba con imaginaciones. Entonces decidió examinar esa conversión de los elementos con mayor atención.
HirviĂł durante 101 dĂas agua en una suerte de destilador que condensaba el vapor y lo volvĂa a devolver al matraz. De esta forma, no se perdĂa sustancia alguna.
De nuevo, misteriosamente, el sedimento en el fondo volviĂł a aparecer. Pero el agua no habĂa cambiado de peso segĂşn sus mediciones. De manera que era impracticable que esa tierra se hubiera formado del propio agua: ¡no habĂa modificado su peso!.
Pero cuando pesĂł el recipiente de vidrio comprobĂł que habĂa perdido peso. ¡!Y casualmente era el peso del sedimento!!
¿Esto quĂ© significaba? Que el sedimento, esa tierra formada, no era una conversiĂłn del elemento del agua en tierra, sino material del vidrio atacado por el agua caliente y precipitado en fragmentos sĂłlidos.
Para Lavoisier con esto ponĂa punto final a la teorĂa de la conversiĂłn de los elementos.
Pero no para los alquimistas, porque esa tierra, oscura, que se forma de calentar el agua, ellos seguĂan persuadidos era la explicaciĂłn empĂrica de que el agua se podĂa volver tierra, y de esta idea es la Aurea Catena Homeris.
Lavoisier también experimentó calentando metales como el estaño y el plomo y advirtiendo que en su superficie se formaba una suerte de calcinado que pesaba más incluso que el metal (por el aire que se incorporaba).
Todo esto explicaba tambiĂ©n porque las cenizas siempre son más ligeras que la madera original de las que se produjeron: porque escapan los gases. Ahora, si se quemara madera en un espacio cerrado todos los gases formados en el proceso quedarĂan retenidos y esas cenizas mantendrĂan el peso original de la madera sumado al aire mismo.
Poco a poco llegĂł a las nociones del oxĂgeno, que significa “productor de ácidos”, porque Lavoisier errĂłneamente pensaba que era necesario para producir los ácidos.
La parte del aire que no podĂa mantener la combustiĂłn ni la vida, esa porciĂłn de gas distinto, lo llamĂł ázoe, que significa “sin vida”. Y más tarde le llamĂł NitrĂłgeno, palabra que significa “que forma salitre”, porque se demostrĂł que el nitrĂłgeno estaba incluido en aquel mineral.
Todos estos hallazgos y muchos otros, los canalizĂł en un libro en 1789 que publicĂł con el nombre de Tratado elemental de QuĂmica, donde dejaba de lado aquellos sistemas crĂpticos de antaño, donde a la plata la llamaban luna y donde cada autor oscurecĂa y confundĂa porque utilizaba un mĂ©todo complicado y secreto para explicar algo simple.
Ahora bien, la mirada de los alquimistas se enfocĂł en el aire y en lo que de ahĂ podrĂa provenir, el ya mentado Nitrum aereum.
Y a pesar de que los aires están llenos de nitrógeno como elemento, el suelo en general es pobre de nitratos.
Hay regiones especiales donde se obtiene, y no en todos lados lo hay. Por eso, se suelen emplear abonos y fertilizantes para las cosechas. Si hubiera en todos lados, esto jamás hubiera sido aplicado.
Ahora bien, es en virtud de las tormentas que se mantienen las reservas de nitratos en la tierra. El oxĂgeno y el nitrĂłgeno del aire se combinan en la proximidad de las chispas elĂ©ctricas para formar compuestos de la familia de los nitros. Estos compuestos se disuelven en el agua de lluvia, en cada gota que cae a la tierra, y allĂ son absorbidos.
Las bacterias que están por ahĂ, pululando tambiĂ©n, lo aprovechan sabiamente: utilizan el nitrĂłgeno elemental que está en el aire y convierten asĂ compuestos nitrogenados.
Pero los nitratos son muy empleados en la industria y en el mundo, desde el uso de la pĂłlvora hasta los cultivos. Por eso, el quĂmico alemán Fritz Haber (1868-1934) ideĂł mĂ©todos combinando hidrĂłgeno con nitrĂłgeno para formar amonĂaco que fácilmente luego se podĂa convertir en nitratos.
Años despuĂ©s otro quĂmico alemán (habrán notado la mayorĂa son alemanes) Karl Bosch (1874-1940) perfeccionĂł el procedimiento de Haber y pudo suministrar compuestos nitrogenados para la guerra en Alemania.
Y hasta aquĂ la breve historia de la quĂmica.
Fuente:
Isaac Asimov: Breve Historia de la Quimia
Al-Quimera- Sebastián Jarré
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