Todavía algunos piensan que la alquimia y las transmutación del plomo en oro es un asunto del antiguo que era engatusado y que le hacían, pobre diablo, creer en cualquier cosa cuando se trataba de un simple acto de prestidigitación.
Y los alquimistas espirituales, insisten en que la cosa se trata de la transmutación interior del ser humano, y no por metal alguno.
Y sin embargo, ¿cómo negar estas crónicas de reputados hombres de ciencia que se vieron un día confrontados con la verdad?.
Estos testimonios se suman a docenas más que circulan en los libros de historia. Cada protagonista transmuta él mismo el metal vulgar en oro, quitando con esto toda posibilidad de fraude. Me agradan , porque revelan cómo era la piedra y , en mi caso, dice mucho de sus descripciones y características.
Según los cronistas y compiladores de transmutaciones alquímicas, la siguiente participación que tuvo un anónimo alquimista - que algunos sospecharon que era el mítico Ireneus Filaleteus - fue con Johann Friedrich Schweizer, mejor conocido como Helvetius, médico de cámara del Príncipe de Oranien.
Era un férreo opositor de la alquimia. Pero en su obra , el Becerro de Oro, escribió:
“El 27 de diciembre de 1666 me visitó un desconocido. Durante la chala me preguntó si quería conocer la Piedra Filosofal. Al mismo tiempo se sacó del bolsillo una cajita que contenía tres pesados cuerpos del tamaño de una nuez. La masa era vidriosa, de un amarillo azufre, y un poco poroso por los lados. Tuve este tesoro en mis manos, lo contemplé con detalle y mostré mi extrañeza ante el color amarillo, ya que la Piedra solía describirse de color púrpura; todo lo que recibí por respuesta fue que el color no afecta mientras la tintura esté lo suficientemente madura. Le pedí que me mostrara la transformación de los metales. Lo rechazó en aquel momento, pero prometió que volvería a visitarme dentro de tres semanas y que, si se lo permitía , satisfaría mi deseo. Con ello se retiró. Poco antes, mientras tenía en mis manos la maravillosa piedra, intenté rascarla un poco con las uñas y bajo ellas quedó un poco de polvillo: dejé fundir un poco de plomo en un crisol y eché el polvillo, pero el plomo se quemó y cubrió el crisol con una masa cristalina de color verde. Tres semanas más tarde volvió el hombre y le confesé el robo, así como el infructuoso experimento. Se rió de mi y dijo que mi robo había sido hábil pero que había hecho mal uso de ello, que si hubiera puesto el polvillo en cera amarilla, hubiese obtenido un buen oro. Tras varios ruegos, accedió a darme un gránulo de su tintura. Cuando me quejé de que con eso apenas podría alcanzar, cortó la mitad y la arrojó al fuego. La otra me la devolvió con la recomendación de coger media onza de plomo. Al marcharse me dio la esperanza de que volvería otro día. Por la noche mi mujer no pudo contener más su impaciencia y me propuso realizar la prueba según las indicaciones del hombre. Sostuvo cera amarilla y con ella recubrió el gránulo. Mi hijo encendió el fuego. Busqué plomo, corté 6 dracmas, lo dejé fundir en el crisol, se levantó la masa y cubrió el crisol. Un cuarto de hora más tarde toda la masa del plomo se había convertido en oro. Del crisol emanaba un hermoso resplandor verde. Cuando fue vertido en el recipiente de fundición, parecía rojo sangre, pero al solidificarse tenía el color dorado más hermoso. Los tres nos quedamos mudos del asombro. Corrimos con el oro aun caliente a ver a un orfebre, que lo comprobó y dijo que era el oro más valioso del mundo y ofreció 50 florines la onza”.
Johann Konrad Barchusen, profesor de Química de Leiden, confirmó esta historia tras visitar a Helvetius. Inclusive Baruch Spinoza, el famosísimo filósofo, confirmó en una carta la autenticidad de este relato.
Ahora bien, continuando con el registro histórico de las supuestas transmutaciones, llegamos al relato del famosísimo Johann Baptist Van Helmont, un médico y detractor de la alquimia, que más tarde se volvería fiel creyente de esta realidad.
Y nos cuenta:
“Pues toda piedra alquímica que he tocado con mis propias manos, que he visto con mis ojos, era un pesado polvo de color azafrán, reluciente como cristal y no muy finamente triturado. Una vez me dieron un cuarto de quilate de este polvo. Lo puse en un poco de lacre para carta para que no se dispersara. Arrojé la bolita sobre una libra de mercurio comprado para la ocasión y calentado previamente en el crisol. Acto seguido el metal se fundió haciendo un poco de ruido y se redujo al tamaño de un terrón, aunque estaba tan caliente que el plomo fundido aun no se había solidificado. Al aumentar el fuego con el fuelle se volvió a fundir. Cuando lo vertí, tenía el más puro oro, con un peso de 8 onzas. Además, una parte del polvo había transformado en oro puro 19.186 partes de un metal impuro, fluido y destructible en el fuego”
No se sabe quién fue el adepto que le dio a Van Hemont la pieza de Polvo de Proyección, pero todos indican que podría haberse tratado, de nuevo, de Ireneus Filaleteus, que traducido significaría “Federico el Amigo de la Verdad”.
Pero vayamos a otra prueba más de esta realidad.
El Cosmopolita era el pseudónimo que usaba para sí mismo Alexander Setonius Scotus, mejor conocido como Alexander Seton. Este hombre era oriundo de Escocia y llevó a cabo diversas transmutaciones públicas entre los años 1602 y 1604.
En 1601 un navegante holandés, Jakob Hanssen naufragó en las costas escocesas y allí Seton le ayudó y le salvó la vida. Se hicieron amigos, y le ayudó Seton a que pudiera regresar a su casa en Holanda.
Un año después Seton decidió visitar a su amigo siendo invitado en su casa. Allí le confesó su fascinación por un arte secreto que le permitía modificar los metales. Y un 13 de marzo de 1602 a las 16 hs delante de su amigo convirtió un trozo de plomo en oro puro.
Hanssen quedó estupefacto. Envió a su médico, el doctor van Der Linden, un fragmento de este oro.
Daniel Georg Morhof, un cronista y compilador de transmutaciones auténticas, visitó 50 años más tarde al nieto de aquel médico que, no sólo corroboró la historia de Seton sino que le enseñó el mítico trozo de oro transmutado.
Pero uno de los mayores detractores de la alquimia, Johann Wolfgang Dienheim, doctor en derecho y medicina y profesor en Friburgo, se cruzó con Seton cuando viajaban desde Zurich hasta Basilea, y cuenta esto sobre él:
“ En 1603, cuando volvía de Roma, se me unió en el camino un hombre ya bastante entrado en años, sensato y extraordinariamente modesto, se llamaba Alexander Setonius. “Os vais a acordar de cómo habéis censurado y denigrado a la alquimia y a los alquimistas y como he prometido responder a ello con un hecho filosófico, solamente me falta esperar a alguien” (dijo Seton). Poco después llamó a un hombre de prestigio. Más tarde me enteré que era el doctor Jakob Zwinger. Los tres nos encaminamos al taller de un trabajador de oro.
El doctor Zwinger llevaba consigo una tablas de plomo. Cogimos un crisol de orfebre y mercurio común que compramos en el camino. Alexander empezó a remover de la nada, ordenó encender un fuego, añadió plomo y mercurio por turnos, le dio al fuelle y mezcló la masa removiéndola.
Durante el proceso bromeó con nosotros. Al cabo de un cuarto de hora dijo : “Ahora vierte el contenido de este trozo de lino en el plomo fundido, pero bien adentro en el centro, no en el fuego”.
En el papel había un polvo pesado y grasiento. Tenía un cierto color amarillo limón, pero había que tener ojos de lince para notarlo. Lo hicimos tal y como dijo, aunque estábamos tan escépticos como el propio Santo Tomás. Después de que la masa hubiera hervido durante un cuarto de hora y fuese removida con un hierro incandescente, el orfebre vertió el crisol.
Pero allí ya no había plomo sino el más puro oro. Pesaba tanto como antes había pesado el plomo. Entonces cortó un trozo del oro y se lo dio a Zwinger como recuerdo. Yo también recibí un fragmento, de casi cuatro ducados, que guardé como recordatorio de tan gran espectáculo”.
Vale mencionar que Jakob Zwinger era doctor en medicina y profesor en Basilea. En 1606 confirmó la historia de Dienheim en una carta firmada por él.
A Seton se le han atribuido transmutaciones en Francfort, Offenbach, Colonia y Hamburgo.
En la ciudad de Helmstedt tuvo lugar otra demostración. Esta vez sucedió cuando Cornelius Martini, profesor de filosofía, estaba dando un curso despotricando contra la alquimia.
Fue en el momento en que negaba la transmutación y se reía con sorna de los alquimistas, que un forastero que estaba de oyente se puso de pie y avanzó hasta Cornelius. Tomó un brasero, un crisol, y un trozo de plomo. Enseguida lo fundió y echó su “materia” y se convirtió todo en oro puro. Se lo tendió al profesor diciéndole: “Refuta si puedes esta prueba”.
Desde aquel memorable día Cornelius se volvió ferviente creyente de la alquimia.
Seton se casó en Munich y se fue a vivir a Sajonia. Su felicidad matrimonial no duró mucho tiempo. En Sajonia los rumores sobre sus transmutaciones publicas llegaron a oídos de Christian II, príncipe de Sajonia, quien lo mandó a encarcelar y torturar duramente para arrebatarle el secreto.
Seton resistió lo que pudo, y en su ayuda vino Michael Sendivogius, el conocido como primer químico de Polonia, quien logró liberarlo.
Sin embargo, las heridas consecuencia de la tortura acabaron con Seton en 1604 en Cracovia.
Sendivogius se casó con la viuda de Seton, y consiguió algunas transmutaciones con el polvo de proyección que aún conservaba ella de su marido fallecido. Sendivogius fue muy avanzado en alquimia, pero muchos dudan haya sido un adepto auténtico.
Para otros, entre los que me incluyo, fue el auténtico Seton. La obra La nueva luz química, atribuida a El Cosmopolita, no es otra cosa que el trabajo de la pluma de Sendivogius, que, en anagrama, lo deja explícito en la portada de su manuscrito referido.
Existen más crónicas, que compartiré en otra ocasión.
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